miércoles, 1 de diciembre de 2010

PROGRAMA 26 de noviembre de 2010


Ana María Matute, ha sido galardonada con el premio Cervantes en la edición de este año.

Es la tercera mujer distinguida con este premio en los 35 años de vida del mismo.
Pero antes de hablar de Ana María Matute, vamos a hacer un poco de historia del premio Cervantes
El Premio Miguel de Cervantes, conocido también como Premio Cervantes, es un premio de literatura en lengua española concedido anualmente por el Ministerio de Cultura de España a propuesta de las Academias de la Lengua de los países de habla hispana.
Fue instituido en 1976 y está considerado como el galardón literario más importante en lengua castellana[. ][][][]Está destinado a distinguir la obra global de un autor en lengua castellana cuya contribución al patrimonio cultural hispánico haya sido decisiva.
Está dotado con 125.000 euros y toma su nombre de Miguel de Cervantes y Saavedra, autor de la que se considera la máxima obra de la literatura castellana, Don Quijote de la Mancha.
Su primera edición tuvo lugar en el año 1976..
Los candidatos al Premio Miguel de Cervantes son propuestos por el pleno de la Real Academia Española, por las Academias de la Lengua de los países de habla hispana y por los ganadores en pasadas ediciones.
El jurado está integrado por el director de la Real Academia Española, el director de una Academia de la Lengua de Hispanoamérica, que va cambiando cada año, el premiado en la edición anterior y seis personalidades del mundo académico, literario o universitario, hispanoamericanos, "de reconocido prestigio".
Se falla a finales de año y se entrega el 23 de abril, coincidiendo con la fecha en que se conmemora la muerte de Miguel de Cervantes, y se celebra el Día del Libro.
 El rey de España, Juan Carlos I, preside la entrega de este galardón en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.
Tras seis votaciones, la escritora Ana María Matute ha logrado el premio Cervantes 2010. Se trata de la tercera mujer distinguida con este galardón en los 35 años de vida del premio. Las otras dos mujeres fueron la española María Zambrano en 1988 y la cubana Dulce María Loynaz en 1992. 
"Es una especie de premio a todo lo que ha pasado durante una vida".
El Cervantes era una premio muy deseado por la autora, de 85 años: "Me hacía mucha ilusión y esta noche no he dormido nada pensando si me lo darían o no me lo darían y ahora me siento muy feliz", ha reconocido. Y es que hay "algunos que escriben para que les den premios, pero otros escribimos porque es nuestra forma de estar en la vida. De todos modos sienta estupendamente que te premien".
La escritora ha explicado que la celebración ha comenzado "de momento abriendo dos botellas de cava". "Y luego lo seguiré celebrando escribiendo un nuevo libro que comenzaré en Navidad y que lo haré con toda la ilusión e ímpetu". Matute ha confesado que no esperaba el Cervantes "ni hace años ni hace meses" pero que últimamente le empezaron a decir que su nombre sonaba. "No me lo creía del todo pero al final ha sido así y estoy muy contenta y doy saltos de alegría".
La escritora ha hecho de la literatura su forma de estar en el mundo, y hoy, por fin, vio recompensada su trayectoria con el Premio Cervantes por una obra extensa y fecunda que se mueve entre el realismo y "la proyección a lo fantástico" y por poseer "un mundo y un lenguaje propios", ha resaltado el jurado. El galardón está dotado con 125.000 euros.
Académica de la Lengua y genial novelista y cuentista, la "sorprendente" conjunción entre el realismo y lo fantástico que se da en la obra de Matute (Barcelona, 1925) fue destacada por el escritor Juan Marsé, Premio Cervantes 2008 y miembro del jurado, cuyo fallo fue hecho público por la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, en un encuentro con la prensa.
Tras repasar la biografía de Matute, jalonada de "títulos clásicos de la literatura española", la ministra manifestó la admiración que profesa a Matute, una escritora "con un mundo propio y un lenguaje propio", y, según dijo, así se lo transmitió a la ganadora cuando habló esta tarde con ella para comunicarle el fallo.
La ministra admira también a la autora de Paraíso inhabitado por su trayectoria "vital", por "esa firme voluntad" de ser narradora que tuvo desde niña, "por mantener esa vocación contra viento y marea y haber hecho de la literatura un medio de vida".
"Quizá las mujeres de mi generación hemos tenido más fácil dedicarnos a la creación de lo que ellas lo tuvieron". Matute "es un ejemplo maravilloso para todas las mujeres que nos dedicamos a la cultura", afirmó la ministra, de 45 años y cineasta de profesin.
Juan Marsé admira a la ganadora "por muchas razones y no solo literarias, sino de orden vital".

Y es que la vida de Ana María Matute no ha sido fácil. Como le sucedió a tantos otros escritores de su generación, la Guerra Civil impidió un desarrollo normal de su adolescencia y juventud.
Luego, en 1963, se separó de su primer marido, el escritor Eugenio de Goicoechea, al que ella llamaba sin rodeos "el malo", y le quitaron durante años la custodia de su hijo.
Marsé aludió además a otro elemento clave en la obra de la novelista catalana: "el bosque", esa palabra "tan importante" para ella y una de sus grandes obsesiones literarias, como ella misma dijo en 1998 en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, uno de los más hermosos que se han escuchado en esa institución.
El bosque es para mí el mundo de la imaginación, de la fantasía, del ensueño, pero también de la propia literatura y, a fin de cuentas, de la palabra", afirmaba en aquella ocasión esta escritora, "predestinada a la literatura desde niña".
La autora (también) de los niños
De todas las facetas desarrolladas por Matute, el presidente del jurado, Gregorio Salvador, académico de la Lengua, se centró en la producción de literatura infantil y juvenil de la escritora, "una autora verdaderamente genial y que tiene un público fiel en esas edades".
El jurado realizó seis votaciones antes de emitir su fallo por mayoría. Como cada año, hubo otros candidatos, y, según diversas fuentes consultadas por EFE, el escritor Antonio Muñoz Molina quedó finalista en esta edición del Cervantes.
Un premio dado a tiempo
"Se ha discutido, se ha hablado de unos y de otros, pero el ambiente apuntaba claramente a Ana María Matute, fundamentalmente porque hay que procurar que la gente reciba a tiempo los premios que se merece", señaló Salvador.
Al ser preguntada por el hecho de que solo hayan sido premiadas tres mujeres con el Cervantes, la ministra dejó claro que, en materia de premios, "los jurados son absolutamente autónomos" y subrayó que, "independientemente de cuestiones de genero, Ana María Matute se merece este premio por la calidad de su obra y por ninguna otra consideración".
El jurado realizó seis votaciones antes de emitir su fallo por mayoría. 
 
En homenaje a esta gran escritora, vamos a leer uno de sus relatos: “Los Chicos”

Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos escondíamos para tirarIes piedras, o huíamos.
Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos. 
Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.
El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén  y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.
El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.

_Sois cobardes _nos dijo_. ¡Esos son pequeños!
No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el espíritu del mal.
_Bobadas _nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de admiración.
Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor(Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la cigarra entre la hierba del prado.)Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.
Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.
Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.
Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio, donde le aguardábamos. Las piedras  caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas.
Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta.
Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.
Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico , poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros.

Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera  parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!
_¿No tienes aún bastante? _dijo en voz muy baja, sonriendo. i Sus dientes, con los colmillos salientes, brillaban al sol_. Toma, toma...
Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió  un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.
_Vamos -dijo_:  Este ya tiene lo suyo_ Y le dio con el pie otra vez.
_¡Lárgate, puerco! !Lárgate en seguida!
Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le seguíamos.
Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.
El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda, renegrida, y desnuda entre los des- garrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como otro cualquiera".







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