lunes, 3 de enero de 2011

PROGRAMA 3 de diciembre de 2010

Hoy en la Sección de Literatura vamos a abordar una de las obras Universales, más bonitas y representativas de la Literatura Mundial. Para niños y pequeños “El principito” marca un antes y un después en la vida literaria del lector.
 Contemplemos la obra y a su autor desde el punto de vista de su biógrafo Alain Vircondelet quien  trata, a su manera, de explicarlo en  “La verdadera historia de El Principito” Algunas de sus (discutibles) teorías, relacionadas con la decisiva intervención de la controvertida esposa de Saint-Exupéry en la redacción del libro, vuelven a poner de actualidad una de las obras literarias que en menos páginas han conseguido conmover a más lectores.
El Principito es uno de esos libros que tienen su propia música. Muchos han intentado imitarlo después, pero ninguno lo ha conseguido. Su mezcla de ingredientes entre metafísica e ingenuidad es tan precisa y genial como la fórmula de la Coca-Cola: con sólo un gramo más de azúcar empalagaría, con un poco más de gas sería flatulenta, con un poco más de cafeína nos amargaría. Pero nada de eso sucede, al menos para ochenta millones de lectores en todo el mundo. Lo que hace de este libro una lectura que te marca para siempre es que nos lleva a reencontrarnos con nuestro yo de la infancia: el que se preguntaba el porqué de todas las cosas y era capaz de convertir la contemplación de un hormiguero o del vuelo de una cometa en el centro del mundo. El principito nos permite recuperar por unos momentos algo de ese niño que fuimos y que se perdió para siempre en algún recodo del camino.
Escritor de altura
Antoine de Saint-Exupéry fue mucho más que el autor de El Principito, aunque por otro lado únicamente un espíritu como el suyo pudo haber escrito un libro de esas características, pueril y profundo a un tiempo. A Saint-Exupéry en el colegio lo llamaban sus compañeros “Pique-la-lune”, por su nariz respingona que señalaba hacia el cielo y su tendencia a quedarse ensimismado en sus ensoñaciones. Hijo de una familia aristocrática (tenía título de conde, que nunca usó), venida a menos especialmente tras la prematura muerte de su padre, se crió entre la pátina de exquisitez y las dificultades reales de la economía familiar. Eso le hizo siempre tener cierto desencuentro con la realidad de la vida práctica y, en su época de estudiante, cuando tenía dinero, comía a todo tren grandes cuchipandas acompañadas en los mejores restaurantes de París, invitando a cuantos amigos hallase, y después tenía que pasar el resto del mes comiendo patatas cocidas en una pensión de mala muerte.
Vivir en las nubes
En 1918, los aviones de verdad eran poco más seguros que los de papel. Pero el empecinado y visionario Pierre Latécoère fundó la primera compañía aérea francesa dispuesta a hacerse responsable de una tarea que en la época parecía inviable: llevar el correo diariamente de Toulousse a Casablanca, a 1.850 kilómetros.
Y a su base del aeródromo de Montaudran llegó en 1920 un jovencísimo Saint-Exupéry, con los mismos años que el siglo y una escasa experiencia de piloto adquirida durante su servicio militar. En una de las múltiples cartas que escribía en aquella época, donde daba salida a sus ansias de transmitir cómo se veía el mundo desde un frágil aparato suspendido en el aire, le contaba a una amiga: “¡Cuatro mil kilómetros en cuatro días! ¡Ocho horas de tormenta entre Casablanca y Alicante! ¡Nueve horas de tempestad entre Alicante y Toulousse! No creí que un avión pudiera resistir tantos golpes”. La aviación era una profesión heroica: los aparatos no llevaban la cabina cubierta, volaban empapados de lluvia o helados por el viento de las tempestades de nieve, sin otro método de orientación que una brújula y con un único motor que podía decidir apagarse en el momento menos oportuno. Y, ahí, Saint-Exupéry fue feliz.
Se le nombró jefe del aeródromo de Cap Juby, al borde del desierto del Sahara. En un escritorio confeccionado con un tablón y dos bidones de nafta, Saint-Exupéry empezó a escribir Correo Sur, en el que una historia de amor de tintes biográficos (su capacidad para enamorarse de sus aristocráticas amigas no encontraba un entusiasmo recíproco) se ambienta en la línea aérea entre Francia y el norte de África. Un libro que ya marca las inquietudes del escritor, su romanticismo y su pasión por el vuelo como una manera moral de elevarse no sólo físicamente sobre el terreno, sino sobre la propia mediocridad.
La noche obliga
En 1927, la empresa de Latecoere derivó en una compañía mayor, la Aeropostal, y se decidió abrir una línea de transporte de Correo en Sudamérica, con base en Buenos Aires y que llegase hasta La Patagonia. Parecía el más difícil todavía. Pero pilotos ya legendarios como Henri Guillaumet o Jean Mermoz (extraordinaria su biografía a cargo de Joseph Kessel, Mermoz, publicada recientemente en España por Inédita) no dudaron ni un segundo en asumir el nuevo reto y, con ellos, el ya piloto-escritor Saint-Exupéry. Debían atravesar los Andes: los mejores aviones no podían superar los 6.500 metros de altitud, mientras que algunos picos de las cordilleras pasaban ampliamente de los 7.000. La única forma de sortearlos era buscar pasillos entre las montañas para introducirse con sus aviones de juguete rozando las paredes de piedra. Algunas de las peripecias de la época, y unas cuantas más, las relató más tarde en Tierra de hombres. Y, si su tarea parecía difícil, aún se complicó más: para agilizar el correo, la única solución era volar de noche. Y no se volaba de noche: no existía instrumental de navegación ni las pistas tenían iluminación, parecía un suicidio. Pero lo consiguieron. Mermoz, uno de los mejores pilotos de la historia de la aviación, fue el primero en abrir brecha en el aire. Las primeras pistas de aterrizaje nocturno se iluminaban con unos pocos bidones ardiendo. En aquel tiempo, inspirado por aquellas hazañas, Saint-Exupéry escribió Vuelo nocturno. Es una novela donde la verdadera aventura es interior y donde el valor no está en la lucha en el aire, en la tormenta nocturna, sino en la noche antes, cuando el piloto descorre la cortina de su apartamento y ve que llueve, y vuelve a correr la cortina en silencio sin dudar un instante sobre cuál es su deber. La fuerza moral que transmite el libro es casi asfixiante.
También allí conoció a una salvadoreña menuda y seductora llamada Consuelo Suncín, viuda del político e intelectual Gómez Carrillo. Su matrimonio fue una montaña rusa de momentos distantes, infidelidades, desencuentros y también reconciliaciones y pasión encendida. Vivieron derrochando como millonarios y pasaron apuros económicos. Saint-Exupéry (que probablemente era mejor escritor que piloto) tuvo varios accidentes graves que fueron mermando sus condiciones físicas. Con el estallido de la guerra, pese a haber superado la edad y no estar en condiciones adecuadas, consiguió ser aceptado en un escuadrón de reconocimiento aliado, pero su grupo fue desmovilizado y él, sin mucha convicción, emigró a Estados Unidos. Es en este punto donde arranca La verdadera historia de El Principito de Alain Vircondelet.
Destronado en Nueva York
Saint Exupéry llega a Nueva York distanciado de Consuelo, decepcionado con la humanidad en general y con Francia en particular por la guerra que asola Europa. No está ni a favor del gobierno claudicante de Vichy ni tampoco de los partidarios de DeGaulle, que tienen la boca llena de palabras pero que viven con todo lujo y comodidad en la Gran Manzana. Y con quien más incómodo está es consigo mismo, pues ha terminado viviendo una vida regalada en Nueva York, donde es un escritor solicitado (especialmente tras la publicación de Piloto de guerra) y se le van los días y las noches en cenas opulentas y fiestas. Muy pronto empieza a mover influencias para intentar ser readmitido en su escuadrón y volver para pelear por la libertad de Europa. Pero supera la edad reglamentaria y su estado de salud hace que su petición sea sistemáticamente rechazada; los meses van pasando y el aviador grandullón y soñador va sintiéndose como una ballena atascada en el Puente de Brooklyn. Todos sus biógrafos coinciden en la desazón de esos tiempos. Alain Vircondelet explica que la historia de El Principito parece tramarse en el Café Arnold de Columbus Circus, “en el trancurso de un almuerzo en el que participaron Saint-Exupéry, su editor Eugène Reynal y su esposa, Elizabeth”. El escritor tenía la costumbre, cuando estaba embebido en sus pensamientos, de dibujar garabatos y dibujos esquemáticos, algunos de ellos recurrentes, como el de un muchacho con el cabello rizado. Vircondelet apunta (es la idea en la que suelen coincidir más biografías) que pudo ser precisamente ese día en el Café Arnold que Saint-Ex aprovechó el mantel de papel blanco para dibujar su hombrecillo y a Reynal se le ocurrió la idea de encargarle un libro juvenil donde contara la historia de ese personaje, para que de esa forma el escritor superase el bloqueo que tenía y volviera a ponerse a escribir. Pero hay otras tesis. Por ejemplo, la muy fiable biografía de Stacy Schiff (Saint-Exupéry, a Biography) explica que la persona clave fue Elizabeth Reynal, la esposa del editor, que había visto los dibujitos del escritor en los márgenes de las correcciones del manuscrito de Piloto de guerra en su versión inglesa y a quien se le ocurrió proponerle la idea de un libro infantil.
Vircondelet nos cuenta cómo, en los meses siguientes, Consuelo y Antoine se reconciliaron y ella encontró una casa fuera de Nueva York, en North Port, donde él podría por fin concentrarse en escribir tras muchas semanas de dispersión. El biógrafo señala la vida disipada que lleva Saint-Ex en Nueva York, sus múltiples amantes y cómo su sufrida esposa Consuelo sufre en silencio sus desplantes. Y, aún así, se esfuerza en encontrar una casa donde su marido se encuentre a gusto y pueda escribir El Principito. Ahí radica lo polémico de este libro de Vircondelet, muy favorable a Consuelo, tal vez porque haya tirado mucho de la autobiografía de ella, titulada Memorias de la rosa (Ediciones B). Una obra cuya publicación ya resultó algo extraña, ya que se publicó en el año 2000, veinte años después de la muerte de Consuelo, y uno no puede evitar preguntarse cuántos cambios se produjeron bajo la supervisión del heredero universal de la mujer (así se autonombra él mismo), José Martínez-Fructuoso.
Rosa espinosa
Vircondelet toma esas memorias al pie de la letra y, por ejemplo, comenta que, pese a los esfuerzos de Consuelo por crear un lugar acogedor para su marido y cuidar todos los detalles para que él esté a gusto, él hace escapadas para asistir a fiestas frívolas con sus queridas en Manhattan. Pero no hace mucho hincapié en el hecho de que, entre la decoración del dulce hogar, Consuelo coloque junto a la lámpara del comedor a Denis de Rougemont, al que denomina “invitado privilegiado”. Otros biógrafos hablan directamente de él como descarado amante de Consuelo, con el que Saint-Ex tiene la santa paciencia no sólo de tenerlo en casa sino de entretenerlo jugando al ajedrez (como revela una foto muy conocida) mientras Consuelo está fuera con otros amigos.
Vircondelet ya había dejada patente su querencia por Consuelo en un libro anterior, Saint-Exupéry, verités et legendes, donde hay casi tantas fotos de ella como del propio Saint-Ex, teóricamente objeto del libro.
La imagen que transmite esta obra es la de un Saint-Exupéry emocionalmente inestable, caprichoso, vulnerable (lo que resulta indudable) y que trata a su esposa con gran desprecio (está menos claro, hay cartas que le escribe donde implora por un amor que, según él, ella le da en cuentagotas). El biógrafo se escandaliza ante el hecho de que, cuando ella llega a Nueva York unas semanas más tarde, él no quiera que compartan la misma casa. No se menciona, claro, que viene de una especie de retiro artístico en el campo, con amigos pintores que al parecer tenían siempre la brocha a punto. Saint-Ex y Consuelo alternaban las grandes trifulcas conyugales con apasionados reencuentros, y buscar culpables e inocentes en una pareja de vida desordenada, con amantes a porrillo por ambas partes, resulta estéril.
La principesa
Que Saint-Exupéry no fuera el marido del año, parece verosímil. Pero ya cuesta más digerir la teoría de Vircondelet de que la idea de El Principito la toma de las historias que le relataba Consuelo (mujer muy dada a inventarse cosas). Como remate a la santificación de Consuelo, incluso afirma que El Principito es un homenaje y que el Principito prácticamente es ella: “Por eso resulta normal que cuando Adèle Bréaux descubrió por primera vez el retrato de El Principito comentase el asombroso parecido que tenía con Consuelo. ¿Qué puede ser más natural –podría haber respondido Antoine-, que un hijo se parezca a su madre?”.
Pues Antoine, como dice Vircondelet, podría haber respondido eso… o no. También podría haber respondido que llevaba haciendo ese dibujo de la figura del Princito desde mucho antes de conocer a Consuelo. Esta teoría de que El Principito es una especie de “hijo de Consuelo” en la que se empeña el biógrafo parece poco sólida. Saint-Ex explicó repetidas veces que Consuelo está clara y directamente representada por la rosa: hermosa pero a la vez insufrible y caprichosa, que le produce al pequeño príncipe en su planeta no pocos dolores de cabeza. Tan ligado está el libro a Consuelo que ni siquiera aparece dedicado a ella, lo que la sulfuró bastante, por cierto.
Al poco tiempo de su publicación, Sait-Ex consiguió que lo aceptaran en un escuadrón de reconocimiento acantonado en Nápoles y le autorizasen a realizar cinco misiones. De la quinta nunca regresó. Que Consuelo fue la mujer de su vida y fue un personaje extraordinario, no hay duda. Pero de ahí a elevarla a los altares maritales y literarios, va un trecho.
Hemos escogido un pedacito del principito para esta tarde de viernes.
Pués sí y vamos a comenzar con su dedicatoria que ya es entrañable:
A Leon Werth:
Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si todas esas excusas no bastasen, bien puedo dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona mayor. Todos
los mayores han sido primero niños. (Pero pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:

A LEON WERTH
CUANDO ERA NIÑO

Vamos a leer ahora un fragmento de este maravilloso relato:

Me costó mucho tiempo comprender de dónde venía. El principito, que me hacía muchas preguntas, jamás parecía oír las mías. Fueron palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco me revelaron todo. Así, cuando distinguió por vez primera mi avión (no dibujaré mi avión, por tratarse de un dibujo demasiado complicado para mí) me preguntó:
—¿Qué cosa es esa? —Eso no es una cosa. Eso vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al decirle que volaba. El entonces gritó:
—¡Cómo! ¿Has caído del cielo? —Sí —le dije modestamente. —¡Ah, que curioso!
Y el principito lanzó una graciosa carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis desgracias se tomen en serio. Y añadió:
—Entonces ¿tú también vienes del cielo? ¿De qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el misterio de su presencia y le pregunté bruscamente:
—¿Tu vienes, pues, de otro planeta?
Pero no me respondió; movía lentamente la cabeza mirando detenidamente mi avión.
—Es cierto, que, encima de eso, no puedes venir de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño durante largo tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi cordero se abismó en la contemplación de su tesoro.
Imagínense cómo me intrigó esta semiconfidencia sobre los otros planetas. Me esforcé, pues, en saber algo más:
—¿De dónde vienes, muchachito? ¿Dónde está "tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi cordero?
Después de meditar silenciosamente me respondió:
—Lo bueno de la caja que me has dado es que por la noche le servirá de casa. —Sin duda. Y si eres bueno te daré también una cuerda y una estaca para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció chocar al principito.
—¿Atarlo? ¡Qué idea más rara! —Si no lo atas, se irá quién sabe dónde y se perderá…
Mi amigo soltó una nueva carcajada.
—¿Y dónde quieres que vaya? —No sé, a cualquier parte. Derecho camino adelante…
Entonces el principito señaló con gravedad:
—¡No importa, es tan pequeña mi tierra!
Y agregó, quizás, con un poco de melancolía:
—Derecho, camino adelante… no se puede ir muy lejos.
De esta manera supe una segunda cosa muy importante: su planeta de origen era apenas más grande que una casa.
Esto no podía asombrarme mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas como la Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha dado nombre, existen otros centenares de ellos tan pequeños a veces, que es difícil distinguirlos aun con la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos planetas, le da por nombre un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide B 612. Este asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco.
Este astrónomo hizo una gran demostración de su descubrimiento en un congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas mayores son así.
Felizmente para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, el vestido a la europea. Entonces el astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920 y como lucía un traje muy elegante, todo el mundo aceptó su demostración.
Si les he contado de todos estos detalles sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su número, es por consideración a las personas mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar:
"¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?" Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?"
Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas mayores: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa que vale cien mil pesos". Entonces exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!"
De tal manera, si les decimos: "La prueba de que el principito ha existido está en que era un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe", las personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que somos unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde venía el principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy
indulgentes con las personas mayores.
Pero nosotros, que sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado decir: "Era una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…" Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.
Porque no me gusta que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al contar estos
recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin de no olvidarlo. Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

PROGRAMA 26 de noviembre de 2010


Ana María Matute, ha sido galardonada con el premio Cervantes en la edición de este año.

Es la tercera mujer distinguida con este premio en los 35 años de vida del mismo.
Pero antes de hablar de Ana María Matute, vamos a hacer un poco de historia del premio Cervantes
El Premio Miguel de Cervantes, conocido también como Premio Cervantes, es un premio de literatura en lengua española concedido anualmente por el Ministerio de Cultura de España a propuesta de las Academias de la Lengua de los países de habla hispana.
Fue instituido en 1976 y está considerado como el galardón literario más importante en lengua castellana[. ][][][]Está destinado a distinguir la obra global de un autor en lengua castellana cuya contribución al patrimonio cultural hispánico haya sido decisiva.
Está dotado con 125.000 euros y toma su nombre de Miguel de Cervantes y Saavedra, autor de la que se considera la máxima obra de la literatura castellana, Don Quijote de la Mancha.
Su primera edición tuvo lugar en el año 1976..
Los candidatos al Premio Miguel de Cervantes son propuestos por el pleno de la Real Academia Española, por las Academias de la Lengua de los países de habla hispana y por los ganadores en pasadas ediciones.
El jurado está integrado por el director de la Real Academia Española, el director de una Academia de la Lengua de Hispanoamérica, que va cambiando cada año, el premiado en la edición anterior y seis personalidades del mundo académico, literario o universitario, hispanoamericanos, "de reconocido prestigio".
Se falla a finales de año y se entrega el 23 de abril, coincidiendo con la fecha en que se conmemora la muerte de Miguel de Cervantes, y se celebra el Día del Libro.
 El rey de España, Juan Carlos I, preside la entrega de este galardón en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares.
Tras seis votaciones, la escritora Ana María Matute ha logrado el premio Cervantes 2010. Se trata de la tercera mujer distinguida con este galardón en los 35 años de vida del premio. Las otras dos mujeres fueron la española María Zambrano en 1988 y la cubana Dulce María Loynaz en 1992. 
"Es una especie de premio a todo lo que ha pasado durante una vida".
El Cervantes era una premio muy deseado por la autora, de 85 años: "Me hacía mucha ilusión y esta noche no he dormido nada pensando si me lo darían o no me lo darían y ahora me siento muy feliz", ha reconocido. Y es que hay "algunos que escriben para que les den premios, pero otros escribimos porque es nuestra forma de estar en la vida. De todos modos sienta estupendamente que te premien".
La escritora ha explicado que la celebración ha comenzado "de momento abriendo dos botellas de cava". "Y luego lo seguiré celebrando escribiendo un nuevo libro que comenzaré en Navidad y que lo haré con toda la ilusión e ímpetu". Matute ha confesado que no esperaba el Cervantes "ni hace años ni hace meses" pero que últimamente le empezaron a decir que su nombre sonaba. "No me lo creía del todo pero al final ha sido así y estoy muy contenta y doy saltos de alegría".
La escritora ha hecho de la literatura su forma de estar en el mundo, y hoy, por fin, vio recompensada su trayectoria con el Premio Cervantes por una obra extensa y fecunda que se mueve entre el realismo y "la proyección a lo fantástico" y por poseer "un mundo y un lenguaje propios", ha resaltado el jurado. El galardón está dotado con 125.000 euros.
Académica de la Lengua y genial novelista y cuentista, la "sorprendente" conjunción entre el realismo y lo fantástico que se da en la obra de Matute (Barcelona, 1925) fue destacada por el escritor Juan Marsé, Premio Cervantes 2008 y miembro del jurado, cuyo fallo fue hecho público por la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, en un encuentro con la prensa.
Tras repasar la biografía de Matute, jalonada de "títulos clásicos de la literatura española", la ministra manifestó la admiración que profesa a Matute, una escritora "con un mundo propio y un lenguaje propio", y, según dijo, así se lo transmitió a la ganadora cuando habló esta tarde con ella para comunicarle el fallo.
La ministra admira también a la autora de Paraíso inhabitado por su trayectoria "vital", por "esa firme voluntad" de ser narradora que tuvo desde niña, "por mantener esa vocación contra viento y marea y haber hecho de la literatura un medio de vida".
"Quizá las mujeres de mi generación hemos tenido más fácil dedicarnos a la creación de lo que ellas lo tuvieron". Matute "es un ejemplo maravilloso para todas las mujeres que nos dedicamos a la cultura", afirmó la ministra, de 45 años y cineasta de profesin.
Juan Marsé admira a la ganadora "por muchas razones y no solo literarias, sino de orden vital".

Y es que la vida de Ana María Matute no ha sido fácil. Como le sucedió a tantos otros escritores de su generación, la Guerra Civil impidió un desarrollo normal de su adolescencia y juventud.
Luego, en 1963, se separó de su primer marido, el escritor Eugenio de Goicoechea, al que ella llamaba sin rodeos "el malo", y le quitaron durante años la custodia de su hijo.
Marsé aludió además a otro elemento clave en la obra de la novelista catalana: "el bosque", esa palabra "tan importante" para ella y una de sus grandes obsesiones literarias, como ella misma dijo en 1998 en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, uno de los más hermosos que se han escuchado en esa institución.
El bosque es para mí el mundo de la imaginación, de la fantasía, del ensueño, pero también de la propia literatura y, a fin de cuentas, de la palabra", afirmaba en aquella ocasión esta escritora, "predestinada a la literatura desde niña".
La autora (también) de los niños
De todas las facetas desarrolladas por Matute, el presidente del jurado, Gregorio Salvador, académico de la Lengua, se centró en la producción de literatura infantil y juvenil de la escritora, "una autora verdaderamente genial y que tiene un público fiel en esas edades".
El jurado realizó seis votaciones antes de emitir su fallo por mayoría. Como cada año, hubo otros candidatos, y, según diversas fuentes consultadas por EFE, el escritor Antonio Muñoz Molina quedó finalista en esta edición del Cervantes.
Un premio dado a tiempo
"Se ha discutido, se ha hablado de unos y de otros, pero el ambiente apuntaba claramente a Ana María Matute, fundamentalmente porque hay que procurar que la gente reciba a tiempo los premios que se merece", señaló Salvador.
Al ser preguntada por el hecho de que solo hayan sido premiadas tres mujeres con el Cervantes, la ministra dejó claro que, en materia de premios, "los jurados son absolutamente autónomos" y subrayó que, "independientemente de cuestiones de genero, Ana María Matute se merece este premio por la calidad de su obra y por ninguna otra consideración".
El jurado realizó seis votaciones antes de emitir su fallo por mayoría. 
 
En homenaje a esta gran escritora, vamos a leer uno de sus relatos: “Los Chicos”

Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos escondíamos para tirarIes piedras, o huíamos.
Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos. 
Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados. «Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.
El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto, que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén  y tenía unos puños rojizos, pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros, audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.
El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de refugio.

_Sois cobardes _nos dijo_. ¡Esos son pequeños!
No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el espíritu del mal.
_Bobadas _nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de admiración.
Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el aire que nos llenaba de pavor(Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la cigarra entre la hierba del prado.)Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la tierra.
Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos. Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.
Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.
Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio, donde le aguardábamos. Las piedras  caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos, hacia sus chabolas.
Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada a él, y un gran frío nos subía por la garganta.
Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse detenido. Como todas las voces.
Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico , poco a poco, fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano mayor se acercó despacio, y luego nosotros.

Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera  parecían mucho más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén en aquel momento!
_¿No tienes aún bastante? _dijo en voz muy baja, sonriendo. i Sus dientes, con los colmillos salientes, brillaban al sol_. Toma, toma...
Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió  un paso y me pisó. Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.
_Vamos -dijo_:  Este ya tiene lo suyo_ Y le dio con el pie otra vez.
_¡Lárgate, puerco! !Lárgate en seguida!
Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le seguíamos.
Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una vergüenza dolorida.
El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda, renegrida, y desnuda entre los des- garrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como otro cualquiera".







sábado, 20 de noviembre de 2010

PROGRAMA 19 de noviembre de 2010

Ayer, Jueves 18 de noviembre, el escritor Josep Maria Castellet, nombre esencial en la historia de la cultura catalana de las últimas décadas, ha ganado hoy el Premio Nacional de las Letras, dotado con 40.000 euros, en reconocimiento a su trayectoria literaria.
La balanza se ha inclinado a favor de Castellet porque, a lo largo de su vida, con sus obras y con su actividad como editor, "ha servido de puente" entre la cultura catalana y la del resto de España, según señalaron a Efe fuentes del jurado, que también han tenido en cuenta los libros de memorias del premiado.
En esta edición del Premio Nacional de las Letras, el más importante en el ámbito literario después del Cervantes, Castellet, según diversas fuentes consultadas, competía con candidatos como Juan Eduardo Zúñiga, Agustín García Calvo, Emilio Lledó, Luis Mateo Díez, Bernardo Atxaga, Javier Marías y Enrique Vila-Matas.
Este premio lo convoca cada año el Ministerio de Cultura para distinguir la trascendencia de un autor y de su obra, escrita en español, gallego, catalán o euskera.
Impulsor de la legendaria antología "Nueve novísimos poetas españoles", Castellet (Barcelona, 1926) fue el primer presidente de la Associació d'Escriptors en Llengua Catalana (1978-1983). Su trabajo editorial lo ha desarrollado como director literario de Ediciones 62 y Ediciones Península, y como consejero y presidente (2002) de Grup 62. Desde el año 2006 es decano de la Institució de les Lletres Catalanes.
Crítico literario y ensayista, fue el principal teórico y defensor en Cataluña del "realismo histórico". La antología "Poesia catalana del segle XX" (1963), coescrita con el crítico Joaquim Molas, se considera el "manifiesto" de dicha tendencia.
A partir de 1968, la intención crítica de Castellet evolucionó hacia el estructuralismo. Desde esa perspectiva escribió los ensayos "Iniciación a la poesía de Salvador Espriu" (1971) y "Josep Pla o la raó narrativa" (1978).