Hoy en la Sección de Literatura vamos a abordar una de las obras Universales, más bonitas y representativas de la Literatura Mundial. Para niños y pequeños “El principito” marca un antes y un después en la vida literaria del lector.
Contemplemos la obra y a su autor desde el punto de vista de su biógrafo Alain Vircondelet quien trata, a su manera, de explicarlo en “La verdadera historia de El Principito” Algunas de sus (discutibles) teorías, relacionadas con la decisiva intervención de la controvertida esposa de Saint-Exupéry en la redacción del libro, vuelven a poner de actualidad una de las obras literarias que en menos páginas han conseguido conmover a más lectores.
El Principito es uno de esos libros que tienen su propia música. Muchos han intentado imitarlo después, pero ninguno lo ha conseguido. Su mezcla de ingredientes entre metafísica e ingenuidad es tan precisa y genial como la fórmula de la Coca-Cola: con sólo un gramo más de azúcar empalagaría, con un poco más de gas sería flatulenta, con un poco más de cafeína nos amargaría. Pero nada de eso sucede, al menos para ochenta millones de lectores en todo el mundo. Lo que hace de este libro una lectura que te marca para siempre es que nos lleva a reencontrarnos con nuestro yo de la infancia: el que se preguntaba el porqué de todas las cosas y era capaz de convertir la contemplación de un hormiguero o del vuelo de una cometa en el centro del mundo. El principito nos permite recuperar por unos momentos algo de ese niño que fuimos y que se perdió para siempre en algún recodo del camino.
Escritor de altura
Antoine de Saint-Exupéry fue mucho más que el autor de El Principito, aunque por otro lado únicamente un espíritu como el suyo pudo haber escrito un libro de esas características, pueril y profundo a un tiempo. A Saint-Exupéry en el colegio lo llamaban sus compañeros “Pique-la-lune”, por su nariz respingona que señalaba hacia el cielo y su tendencia a quedarse ensimismado en sus ensoñaciones. Hijo de una familia aristocrática (tenía título de conde, que nunca usó), venida a menos especialmente tras la prematura muerte de su padre, se crió entre la pátina de exquisitez y las dificultades reales de la economía familiar. Eso le hizo siempre tener cierto desencuentro con la realidad de la vida práctica y, en su época de estudiante, cuando tenía dinero, comía a todo tren grandes cuchipandas acompañadas en los mejores restaurantes de París, invitando a cuantos amigos hallase, y después tenía que pasar el resto del mes comiendo patatas cocidas en una pensión de mala muerte.
Vivir en las nubes
En 1918, los aviones de verdad eran poco más seguros que los de papel. Pero el empecinado y visionario Pierre Latécoère fundó la primera compañía aérea francesa dispuesta a hacerse responsable de una tarea que en la época parecía inviable: llevar el correo diariamente de Toulousse a Casablanca, a 1.850 kilómetros.
Y a su base del aeródromo de Montaudran llegó en 1920 un jovencísimo Saint-Exupéry, con los mismos años que el siglo y una escasa experiencia de piloto adquirida durante su servicio militar. En una de las múltiples cartas que escribía en aquella época, donde daba salida a sus ansias de transmitir cómo se veía el mundo desde un frágil aparato suspendido en el aire, le contaba a una amiga: “¡Cuatro mil kilómetros en cuatro días! ¡Ocho horas de tormenta entre Casablanca y Alicante! ¡Nueve horas de tempestad entre Alicante y Toulousse! No creí que un avión pudiera resistir tantos golpes”. La aviación era una profesión heroica: los aparatos no llevaban la cabina cubierta, volaban empapados de lluvia o helados por el viento de las tempestades de nieve, sin otro método de orientación que una brújula y con un único motor que podía decidir apagarse en el momento menos oportuno. Y, ahí, Saint-Exupéry fue feliz.
Se le nombró jefe del aeródromo de Cap Juby, al borde del desierto del Sahara. En un escritorio confeccionado con un tablón y dos bidones de nafta, Saint-Exupéry empezó a escribir Correo Sur, en el que una historia de amor de tintes biográficos (su capacidad para enamorarse de sus aristocráticas amigas no encontraba un entusiasmo recíproco) se ambienta en la línea aérea entre Francia y el norte de África. Un libro que ya marca las inquietudes del escritor, su romanticismo y su pasión por el vuelo como una manera moral de elevarse no sólo físicamente sobre el terreno, sino sobre la propia mediocridad.
En 1927, la empresa de Latecoere derivó en una compañía mayor, la Aeropostal, y se decidió abrir una línea de transporte de Correo en Sudamérica, con base en Buenos Aires y que llegase hasta La Patagonia. Parecía el más difícil todavía. Pero pilotos ya legendarios como Henri Guillaumet o Jean Mermoz (extraordinaria su biografía a cargo de Joseph Kessel, Mermoz, publicada recientemente en España por Inédita) no dudaron ni un segundo en asumir el nuevo reto y, con ellos, el ya piloto-escritor Saint-Exupéry. Debían atravesar los Andes: los mejores aviones no podían superar los 6.500 metros de altitud, mientras que algunos picos de las cordilleras pasaban ampliamente de los 7.000. La única forma de sortearlos era buscar pasillos entre las montañas para introducirse con sus aviones de juguete rozando las paredes de piedra. Algunas de las peripecias de la época, y unas cuantas más, las relató más tarde en Tierra de hombres. Y, si su tarea parecía difícil, aún se complicó más: para agilizar el correo, la única solución era volar de noche. Y no se volaba de noche: no existía instrumental de navegación ni las pistas tenían iluminación, parecía un suicidio. Pero lo consiguieron. Mermoz, uno de los mejores pilotos de la historia de la aviación, fue el primero en abrir brecha en el aire. Las primeras pistas de aterrizaje nocturno se iluminaban con unos pocos bidones ardiendo. En aquel tiempo, inspirado por aquellas hazañas, Saint-Exupéry escribió Vuelo nocturno. Es una novela donde la verdadera aventura es interior y donde el valor no está en la lucha en el aire, en la tormenta nocturna, sino en la noche antes, cuando el piloto descorre la cortina de su apartamento y ve que llueve, y vuelve a correr la cortina en silencio sin dudar un instante sobre cuál es su deber. La fuerza moral que transmite el libro es casi asfixiante.
También allí conoció a una salvadoreña menuda y seductora llamada Consuelo Suncín, viuda del político e intelectual Gómez Carrillo. Su matrimonio fue una montaña rusa de momentos distantes, infidelidades, desencuentros y también reconciliaciones y pasión encendida. Vivieron derrochando como millonarios y pasaron apuros económicos. Saint-Exupéry (que probablemente era mejor escritor que piloto) tuvo varios accidentes graves que fueron mermando sus condiciones físicas. Con el estallido de la guerra, pese a haber superado la edad y no estar en condiciones adecuadas, consiguió ser aceptado en un escuadrón de reconocimiento aliado, pero su grupo fue desmovilizado y él, sin mucha convicción, emigró a Estados Unidos. Es en este punto donde arranca La verdadera historia de El Principito de Alain Vircondelet.
Saint Exupéry llega a Nueva York distanciado de Consuelo, decepcionado con la humanidad en general y con Francia en particular por la guerra que asola Europa. No está ni a favor del gobierno claudicante de Vichy ni tampoco de los partidarios de DeGaulle, que tienen la boca llena de palabras pero que viven con todo lujo y comodidad en la Gran Manzana. Y con quien más incómodo está es consigo mismo, pues ha terminado viviendo una vida regalada en Nueva York, donde es un escritor solicitado (especialmente tras la publicación de Piloto de guerra) y se le van los días y las noches en cenas opulentas y fiestas. Muy pronto empieza a mover influencias para intentar ser readmitido en su escuadrón y volver para pelear por la libertad de Europa. Pero supera la edad reglamentaria y su estado de salud hace que su petición sea sistemáticamente rechazada; los meses van pasando y el aviador grandullón y soñador va sintiéndose como una ballena atascada en el Puente de Brooklyn. Todos sus biógrafos coinciden en la desazón de esos tiempos. Alain Vircondelet explica que la historia de El Principito parece tramarse en el Café Arnold de Columbus Circus, “en el trancurso de un almuerzo en el que participaron Saint-Exupéry, su editor Eugène Reynal y su esposa, Elizabeth”. El escritor tenía la costumbre, cuando estaba embebido en sus pensamientos, de dibujar garabatos y dibujos esquemáticos, algunos de ellos recurrentes, como el de un muchacho con el cabello rizado. Vircondelet apunta (es la idea en la que suelen coincidir más biografías) que pudo ser precisamente ese día en el Café Arnold que Saint-Ex aprovechó el mantel de papel blanco para dibujar su hombrecillo y a Reynal se le ocurrió la idea de encargarle un libro juvenil donde contara la historia de ese personaje, para que de esa forma el escritor superase el bloqueo que tenía y volviera a ponerse a escribir. Pero hay otras tesis. Por ejemplo, la muy fiable biografía de Stacy Schiff (Saint-Exupéry, a Biography) explica que la persona clave fue Elizabeth Reynal, la esposa del editor, que había visto los dibujitos del escritor en los márgenes de las correcciones del manuscrito de Piloto de guerra en su versión inglesa y a quien se le ocurrió proponerle la idea de un libro infantil.
Vircondelet nos cuenta cómo, en los meses siguientes, Consuelo y Antoine se reconciliaron y ella encontró una casa fuera de Nueva York, en North Port, donde él podría por fin concentrarse en escribir tras muchas semanas de dispersión. El biógrafo señala la vida disipada que lleva Saint-Ex en Nueva York, sus múltiples amantes y cómo su sufrida esposa Consuelo sufre en silencio sus desplantes. Y, aún así, se esfuerza en encontrar una casa donde su marido se encuentre a gusto y pueda escribir El Principito. Ahí radica lo polémico de este libro de Vircondelet, muy favorable a Consuelo, tal vez porque haya tirado mucho de la autobiografía de ella, titulada Memorias de la rosa (Ediciones B). Una obra cuya publicación ya resultó algo extraña, ya que se publicó en el año 2000, veinte años después de la muerte de Consuelo, y uno no puede evitar preguntarse cuántos cambios se produjeron bajo la supervisión del heredero universal de la mujer (así se autonombra él mismo), José Martínez-Fructuoso.
Vircondelet toma esas memorias al pie de la letra y, por ejemplo, comenta que, pese a los esfuerzos de Consuelo por crear un lugar acogedor para su marido y cuidar todos los detalles para que él esté a gusto, él hace escapadas para asistir a fiestas frívolas con sus queridas en Manhattan. Pero no hace mucho hincapié en el hecho de que, entre la decoración del dulce hogar, Consuelo coloque junto a la lámpara del comedor a Denis de Rougemont, al que denomina “invitado privilegiado”. Otros biógrafos hablan directamente de él como descarado amante de Consuelo, con el que Saint-Ex tiene la santa paciencia no sólo de tenerlo en casa sino de entretenerlo jugando al ajedrez (como revela una foto muy conocida) mientras Consuelo está fuera con otros amigos.
Vircondelet ya había dejada patente su querencia por Consuelo en un libro anterior, Saint-Exupéry, verités et legendes, donde hay casi tantas fotos de ella como del propio Saint-Ex, teóricamente objeto del libro.
La imagen que transmite esta obra es la de un Saint-Exupéry emocionalmente inestable, caprichoso, vulnerable (lo que resulta indudable) y que trata a su esposa con gran desprecio (está menos claro, hay cartas que le escribe donde implora por un amor que, según él, ella le da en cuentagotas). El biógrafo se escandaliza ante el hecho de que, cuando ella llega a Nueva York unas semanas más tarde, él no quiera que compartan la misma casa. No se menciona, claro, que viene de una especie de retiro artístico en el campo, con amigos pintores que al parecer tenían siempre la brocha a punto. Saint-Ex y Consuelo alternaban las grandes trifulcas conyugales con apasionados reencuentros, y buscar culpables e inocentes en una pareja de vida desordenada, con amantes a porrillo por ambas partes, resulta estéril.
Que Saint-Exupéry no fuera el marido del año, parece verosímil. Pero ya cuesta más digerir la teoría de Vircondelet de que la idea de El Principito la toma de las historias que le relataba Consuelo (mujer muy dada a inventarse cosas). Como remate a la santificación de Consuelo, incluso afirma que El Principito es un homenaje y que el Principito prácticamente es ella: “Por eso resulta normal que cuando Adèle Bréaux descubrió por primera vez el retrato de El Principito comentase el asombroso parecido que tenía con Consuelo. ¿Qué puede ser más natural –podría haber respondido Antoine-, que un hijo se parezca a su madre?”.
Pues Antoine, como dice Vircondelet, podría haber respondido eso… o no. También podría haber respondido que llevaba haciendo ese dibujo de la figura del Princito desde mucho antes de conocer a Consuelo. Esta teoría de que El Principito es una especie de “hijo de Consuelo” en la que se empeña el biógrafo parece poco sólida. Saint-Ex explicó repetidas veces que Consuelo está clara y directamente representada por la rosa: hermosa pero a la vez insufrible y caprichosa, que le produce al pequeño príncipe en su planeta no pocos dolores de cabeza. Tan ligado está el libro a Consuelo que ni siquiera aparece dedicado a ella, lo que la sulfuró bastante, por cierto.
Al poco tiempo de su publicación, Sait-Ex consiguió que lo aceptaran en un escuadrón de reconocimiento acantonado en Nápoles y le autorizasen a realizar cinco misiones. De la quinta nunca regresó. Que Consuelo fue la mujer de su vida y fue un personaje extraordinario, no hay duda. Pero de ahí a elevarla a los altares maritales y literarios, va un trecho.
Hemos escogido un pedacito del principito para esta tarde de viernes.
Pués sí y vamos a comenzar con su dedicatoria que ya es entrañable:
A Leon Werth:
Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si todas esas excusas no bastasen, bien puedo dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona mayor. Todos
los mayores han sido primero niños. (Pero pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A LEON WERTH
CUANDO ERA NIÑO
Vamos a leer ahora un fragmento de este maravilloso relato:
Me costó mucho tiempo comprender de dónde venía. El principito, que me hacía muchas preguntas, jamás parecía oír las mías. Fueron palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco me revelaron todo. Así, cuando distinguió por vez primera mi avión (no dibujaré mi avión, por tratarse de un dibujo demasiado complicado para mí) me preguntó:
—¿Qué cosa es esa? —Eso no es una cosa. Eso vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al decirle que volaba. El entonces gritó:
—¡Cómo! ¿Has caído del cielo? —Sí —le dije modestamente. —¡Ah, que curioso!
Y el principito lanzó una graciosa carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis desgracias se tomen en serio. Y añadió:
—Entonces ¿tú también vienes del cielo? ¿De qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el misterio de su presencia y le pregunté bruscamente:
—¿Tu vienes, pues, de otro planeta?
Pero no me respondió; movía lentamente la cabeza mirando detenidamente mi avión.
—Es cierto, que, encima de eso, no puedes venir de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño durante largo tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi cordero se abismó en la contemplación de su tesoro.
Imagínense cómo me intrigó esta semiconfidencia sobre los otros planetas. Me esforcé, pues, en saber algo más:
—¿De dónde vienes, muchachito? ¿Dónde está "tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi cordero?
Después de meditar silenciosamente me respondió:
—Lo bueno de la caja que me has dado es que por la noche le servirá de casa. —Sin duda. Y si eres bueno te daré también una cuerda y una estaca para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció chocar al principito.
—¿Atarlo? ¡Qué idea más rara! —Si no lo atas, se irá quién sabe dónde y se perderá…
Mi amigo soltó una nueva carcajada.
—¿Y dónde quieres que vaya? —No sé, a cualquier parte. Derecho camino adelante…
Entonces el principito señaló con gravedad:
—¡No importa, es tan pequeña mi tierra!
Y agregó, quizás, con un poco de melancolía:
—Derecho, camino adelante… no se puede ir muy lejos.
De esta manera supe una segunda cosa muy importante: su planeta de origen era apenas más grande que una casa.
Esto no podía asombrarme mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas como la Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha dado nombre, existen otros centenares de ellos tan pequeños a veces, que es difícil distinguirlos aun con la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos planetas, le da por nombre un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide B 612. Este asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco.
Este astrónomo hizo una gran demostración de su descubrimiento en un congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas mayores son así.
Felizmente para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, el vestido a la europea. Entonces el astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920 y como lucía un traje muy elegante, todo el mundo aceptó su demostración.
Si les he contado de todos estos detalles sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su número, es por consideración a las personas mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar:
"¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?" Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?"
Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas mayores: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa que vale cien mil pesos". Entonces exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!"
De tal manera, si les decimos: "La prueba de que el principito ha existido está en que era un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe", las personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que somos unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde venía el principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy
indulgentes con las personas mayores.
Pero nosotros, que sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado decir: "Era una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…" Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.
Porque no me gusta que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al contar estos
recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin de no olvidarlo. Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo.